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La Plaza Mayor en la primera mitad de este siglo.
Las personas mayores –muy mayores– recordarán todavía aquel teatro de la Plaza Mayor, chiquito, muy chiquito, hecho a medida de aquel Aranda de los años veinte.
Tan pequeño era, que le llamábamos “la caja de cerillas”. Pero era tan entrañable, tan íntimo, que ahora, después de tantos años, le recordamos con nostalgia. Parece que estoy viendo aquel Patio de Butacas, aquellas Plateas, aquel Anfiteatro, aquel Gallinero que a veces se alborotaba, y sobre todo aquel ambiente tan íntimo y agradable.
Como en aquellos tiempos nos conocíamos todos, nos encontrábamos allí como en familia.
Sólamente se hacía uso de aquel teatro cuando los aficionados –que siempre los ha habido– representaban alguna obra o cuando llegaba a Aranda alguno de esos grupos de “cómicos” que recorrían España en busca del sustento.
Muchas veces estos elementos echaban mano de los aficionados arandinos para utilizarlos “de relleno” o para que actuaran de “malditos” en el Tenorio.
Es natural que en estos casos y en otros, surgieran anécdotas que todavía se recuerdan con regocijo, como la del “Perilla”, aquel muchacho arandino que hacía de estatua cubierto con su blanca túnica y bien enharinada la cara. A pesar de su disfraz fue reconocido por uno de los espectadores. Y en lo más interesante de la escena gritó: “¡Que hable el Perilla...! ¡Que hable el Perilla...!”. La contestación de la “estatua” es bien conocida.
Lo mismo ocurrió con aquella otra “estatua” que tuvo que aguantar el paseo de una mosca por su cara sin poderla espantar a pesar de los guiños y los gestos que hacía, causando la risa de todos.
Todavía el cine no había llegado a Aranda, pero no se hizo esperar mucho porque, si mal no recuerdo, D. Jesús del Pino y el conocido y popular Pablo López, quisieron traer esa novedad habilitando para ello el teatro. Y allí gozábamos los chicos de entonces con aquellas regocijantes películas de Charlot, Pamplinas, Haroll, el Gordo y el Flaco y aquel grupo de chavales que se conocía por “La Pandilla”.
El tiempo pasaba felizmente y poco a poco fueron mejorando las películas siguiendo el ritmo de la evolución, trayendo a partir de entonces aquellas por jornadas, proyectándose cada domingo dos de ellas. Eran interesantísimas y siempre terminaban en lo más intrigante, dejándonos con unas ganas locas de que llegara pronto el domingo siguiente para conocer la continuación.
Recuerdo aquellas series de “El hombre de las tres caras”, “La vuelta al mundo en 18 días”, “Las dos niñas de París”...
El cine era mudo, desde luego, y para amenizar los descansos el maestro Nebreda, joven entonces, ejecutaba al piano las composiciones propias de estos casos.
Eran aquellos tiempos en que la vida discurría sedentaria y placentera, sin problemas ni dificultades. Aquella etapa que con razón se conocía por “la bella época”.
Pero todo pasó para dar entrada a otra era que con el tiempo traería la actual.
SULIDIZA
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